Thursday, October 27, 2005

“Alegría Alegría” o Vino y me empapó

Les deseo que nunca les pase esto. Bueno, a mis enemigos sí. Pero ¿tengo enemigos?, la verdad no tengo idea. Si alguien se considera uno, por favor postéeme.

No sabía qué hacer. Era una tragedia para mí, pero debía tomármelo a la ligera, como un chiste. Él era un niño y los niños son inocentes. No saben lo que hacen. Sólo piensan en jugar, sin medir las consecuencias. No como nosotros, que nos fijamos en lo que dirá el otro.

Yo sonreía, pero la rabia me comía por dentro. Era una sensación de impotencia. No podía retar a una guagua por lo que hizo.

Todos me miraban sorprendidos. Con la expresión de sus rostros me decían, “¿qué le vamos a hacer? El Francisco es así.” Más encima, yo era uno de los protagonistas de esa tarde. Veníamos llegando de la ceremonia de bautizo de la Natalia, una linda niña que ahora tiene 5 años, de la que yo era uno de sus padrinos. No había manera de evadir la situación. Me moría de vergüenza.

Y para peor, estaba la otra Natalia, mi polola, que en ese día hacía una especie de “presentación en sociedad”, ya que era la primera vez que enfrentaba a la parte de mi familia que no siempre visitamos. Las tías peladoras, ésas que hablan en clave “punto cruz”; las que, apenas te ubican, te aprietan los cachetes diciendo “¡que está grande usted mijito!”; los tíos desubicados que preguntan por las pololas pasadas y todo aquel miembro del clan que, por alguna u otra razón, no está en la lista de los parientes favoritos. Cuando pasó todo, ella estaba al lado mío.

Mi tenida, en un segundo, pasó de recién estrenada a ropa de diario. Ésa que no importa si tiene alguna mancha de pintura o está desteñida, total sirve para estar en la casa. De tanto insistirme, mi mamá me había comprado un atuendo digno de para la ocasión, pero a su gusto: pantalones beige, camisa azul, zapatos y una corbata. Me sentía un dirigente de la UDI. Lo triste es que todo le había salido un poco caro y, gracias a la mala suerte -y a Francisquito- hasta ahí había llegado su sueño de verme peinadito y arregladito como ella siempre quiso.

Es que el vino no sale fácilmente de la ropa. Unas cuantas gotas sí, pero mi caso era un tanto diferente. Yo había sido rociado con Cabernet Sauvignon. La camisa, la corbata, los pantalones, los zapatos. Todo estaba mojado. Podría decirse que me empapé de las Misiones de Rengo.

¿Cómo paso? En el living de la casa donde celebrábamos, Francisco, uno de mis primos mas pequeños, de la misma edad que a Natalia, jugaba con un globo de color rojo como si éste fuese una pelota, cosa que hacen los niños, sobre todo cuando tienen una obsesión con el fútbol y los balones. Recién habían pasado los brindis de rigor y estábamos sentados partiendo las conversaciones. Francisquito se divertía con todos e incluso yo le lancé algunas veces el globo para que le pegara. Nadie se daba cuenta de riesgo que se corría con un niño jugueteando de esa manera y con gente adulta con copas de vino recién servidas. No entiendo cómo, entre tanto papá y mamá presente, nadie pudo oler la tragedia.

Hasta que la tragedia llegó, amarga para mí, como un mal vino.

En el segundo fatal, estaba hablando de música con mi tío Enrique, un maestro del show familiar. Guitarrero y cantante como pocos. Yo sostenía una copa llena de vino en la mano derecha. Sólo había bebido un poco por el brindis. De pronto, un golpe justo en la mano que tenía la copa y no alcanzo a reaccionar, cuando me sentí empapado. Sentí lo mismo que cuando una ola se pasa de lista y te moja justo mientras duermes en la arena. En esa ocasión, la ola era de vino.

También recibieron lo suyo el sillón y la alfombra blanca recién lavada. Recuerdo que escuché dos cosas. La voz de mi papá exclamando: “chuuuu” y la de la de una mujer que no reconocí que gritó de lejos: “ya, alegría alegría”.

A Francisco no lo retaron. Sólo lo tomaron de la mano y se lo llevaron rápidamente de la escena, como escondiéndolo. Quizás fue mi tía muerta de vergüenza. No sé. Sólo recuerdo que no vi más a mi “primito”.

Por suerte mi casa quedaba cerca de la celebración y pude cambiarme de ropa. Apenas me alejé unos metros de la residencia de mi tía, pude descargarme. - “¡¡puta la weá!!” – gruñí.

Traté de salvar lo más que pude la ropa nueva. Todos los trucos caseros que se me ocurrieron, los realicé: sal, lavalozas, agua mineral, hasta la remojé en cloro, pero no se pudo. No se recuperaría nada.

Para no echar a perder el momento, intenté vestirme otra vez con pantalón y camisa, pero ya no era lo mismo. Ahora el traje era negro, la camisa blanca y no usaba corbata. Definitivamente no era lo mismo.

Volví al bautizo y una tía despistada me preguntó porqué me había cambiado ropa si estaba tan lindo. Yo preferí hacer como que no escuché y me fui a sentar a la mesa. Para mi sorpresa, Francisco siguió jugando con el globo rojo, como si nada, y todos le seguían la corriente. Quizás asumieron que como preferí quedarme callado y no decir nada, todos debían hacer lo mismo. Tomarlo a la ligera, como un chiste.